Era la tarde del último día de actividades de las fiestas en honor a Sr. San José del año de 1955. Las sagradas imágenes ya se encontraban de regreso en la Parroquia principal de Zapotlán, después de haber pasado toda la noche en el domicilio particular del Sr. Miguel Fernández Morales, sobre la calle de Moctezuma. Don Miguel, al igual que todas las familias que hasta la fecha habían ostentado las mayordomías de las fiestas josefinas, tenía la peculiaridad de contar con los medios económicos necesarios para costear todo durante los nueve días de celebraciones. Y ello se acostumbraba desde que los habitantes del milenario pueblo de Zapotlán tenían memoria. Era un elemento tradicional y no se podía concebir de otra manera, sobre todo entre los de la comunidad indígena, quienes no podían ni soñar el poder accesar algún día a adquirir uno de los costosos números para la rifa. De antemano se sabía que el número agraciado caería en suerte a alguna de las poderosas familias de la localidad, que bien podían ser los Ochoa, Mendoza, Villanueva, Enríquez, Arias o algún otro rico comerciante. Siempre era así.
Sin embargo, el 24 de octubre, día en que se celebraría la rifa para elegir al nuevo mayordomo para las fiestas de 1956, cambiaría la historia de Zapotlán para siempre. Para asombro de todos los presentes, más de tres mil almas que se concentraban en el interior de la parroquia, uno de los miembros de la comunidad indígena compraba un número, lo que indignaba a los ricos acaudalados que exigieron al Párroco, D. Adolfo Hernández, que no permitiera tal atrocidad.
El Párroco advirtió sobre el gran compromiso de ingresar a la rifa y salir electos mayordomos, a lo que el atrevido indígena accedió sin titubear. Viendo este gesto el Párroco, confiado a que no sería el afortunado, y ante el reclamo del pueblo en general, quienes exigían se le vendiera un número al indígena, se dejó que éste tomara uno, cubriendo de antemano la debida cuota.
No habiendo ningún otro interesado en ingresar a la rifa, se llevó a cabo ésta. Los números salían uno a uno, y poco a poco los ricos acaudalados iban siendo eliminados, hasta el punto de quedar nada más dos números en la pequeña urna de cristal, entre ellos el del indígena. "Sr. San José está a punto de decidir si se va con los ricos o con los pobres", era lo que se escuchaba decir entre la muchedumbre ahí reunida. Con un júbilo extenuante, que hizo estremecer y vibrar de emoción a todo el pueblo en general, las campanas de la parroquia principal anunciaban que había salido electo el nuevo mayordomo para las festividades de 1956, nada más y nada menos que don Cirilo Ambrosio, el primer indígena que se hacía merecedor a tal distinción. Los representantes de las ricas familias de Zapotlán se retiraron de inmediato, ante la manifestada humillación que, según ellos, acababan de pasar. No faltó, sin embargo, quien de ellos se quedara un momento más para persuadir al indígena que le diera el número afortunado, para que no se mortificara más por el gran compromiso, según lo había advertido el Párroco, que acaba de adquirir. Don Cirilo Ambrosio no accedió, y con lágrimas en los ojos daba las gracias al Santo Patrono por permitirle organizarle su fiesta.
Ahora lo que más preocupaba al Párroco, era si el indígena iba a poder con la fiesta, ya que en ese tiempo se acostumbraba a que el mayordomo costeaba todo: empezando por los cartelones que anuncian las festividades, el arreglo del templo, las flores, las velas, los enrosos, los cohetes, los castillos, las comidas, las misas, la música, los carros alegóricos, el trono y un sin fin de necesidades más, de prioridad para el desarrollo y lucimiento de la máxima fiesta religiosa de la región.
Ya más tranquilos, y encerrados en la sacristía, solos el Párroco y el nuevo mayordomo platicaban:
—Cirilo, ¿vas a poder con la fiesta? —decía el Párroco.
Y don Cirilo callado.
—Porque si no es así —continuaba el Párroco—, bien puedes pasarle el número afortunado a algún otro vecino principal con la seguridad de que la fiesta, como cada año, será todo un éxito; de lo contrario no sé cómo le vas a hacer.
Y don Cirilo callado, sin ni siquiera hacer un gesto en su rostro.
—Pero, hombre de Dios, dime algo —dijo el Párroco ya un poco molesto—; es angustiante tu postura.
Entonces don Cirilo se puso de pie y le dice al Párroco que lo siga, que se van a dirigir a su casa en donde, con orgullo, recibirá a Sr. San José.
Caminando a esas altas horas de la noche, entre calles empedradas y dirigiéndose a uno de los barrios más humildes de la ciudad, el Párroco queda atónito al ver la pobre casa en que Sr. San José pasaría la noche del 23 de octubre, para amanecer el 24, del próximo año de 1956.
—Pero Cirilo, tú estás mal. Como piensas que nuestro Santo Patrono pasará aquí la noche —dijo el Párroco.Don Cirilo, sin decir palabra, se introduce en su habitación, invitando a señas al Párroco a que pasara. Ya adentro, después de saludar a su esposa quien ya sabía la noticia y lloraba postrada frente a un gran cuadro con la imagen de Sr. San José, se dirigen a un cuarto y ahí ¡Oh sorpresa...!
—Le ajusta con esto padrecito, porque si no allá adentro hay más —dijo con firmeza don Cirilo.
El Párroco fue ahora el que se quedó mudo, y por poco hasta ciego, al ver una montaña de monedas y alhajas de oro; de puro oro; que don Cirilo guardaba en aquel cuarto de su humilde morada.
Las festividades en honor del Sr. San José de 1956, resultaron ser todo un éxito, y tan lucida como las más, de todas las que se habían realizado en los últimos años en Zapotlán.
Los años siguientes seguirían ostentado las mayordomías las familias que mantenían el poder económico local; y no fue sino hasta 1972, año en que nos erigieron Diócesis, cuando se determina en que no deben de existir diferencias entre todas aquellas personas que deseen entrar a la rifa; para lo cual se aumenta el número de boletos y se disminuye el alto precio que se tenía que pagar por uno de ellos. De igual manera se retoman los orígenes de la festividad, según quedó asentado en los documentos juramentados, en que la fiesta de Sr. San José se debe de realizar con la cooperación de todos los vecinos, y el mayordomo precisamente cumplir su papel, que es el de encabezar la fiesta a nombre del pueblo.
Hoy día nos da mucho gusto que sea Sr. San José el que decida visitar tal o cual barrio de Zapotlán, dependiendo donde tenga su morada el mayordomo, y no se condiciona un ostentoso lugar o el seno de alguna familia adinerada, que aunque así sucediera, ahora ya no importa.
La gran ventaja que hoy día tenemos todos, es que podemos aspirar al máximo sueño de los católicos zapotlenses: que Sr. San José pase la noche en nuestra casa...