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Leyenda del Viejo Molino de “Las Peñas”

Por: Fernando G. Castolo, Cronista de la Ciudad.

Acababa de pasar la celebración de la Santa Cruz; ese día 3 de mayo de 1720, en el todavía llamado pueblo de Santa María de la Asunción de Zapotlán, de la antigua jurisdicción del Virreinato de la Nueva España.

La familia Palomino, de raza indígena, año con año hacía una gran fiesta en torno a la Cruz del Cuascomate, llamada así porque se localizaba en la cumbre del cerro del mismo nombre y que era parte de las extensas propiedades de la mencionada familia. Al gran festejo habían acudido varias familias indígenas vecinas de los Palomino, pero destacaban su presencia dos españoles: Don José María Anguiano, patrón de uno de los hijos de José Agustín Palomino (patriarca de la familia), y Don José Vicente Manzano, buen amigo del señor Anguiano, quien se hacía acompañar de su bella hija Doña María Manzano de San Xacovo.

Por la sangre de Doña María corría sangre indígena, ya que su madre —muerta al dar a luz—, fue una mujer de raza indígena a la que quiso mucho su padre. Por su parte Don Vicente, a pesar de la relación que sostuvo con la madre de María, no dejaba de causarle cierta zozobra el pensar que algún día su hija se fijara en un indígena, ya que deseaba lo mejor para ella, y su felicidad solamente estaría en manos de un buen caballero español.

Ese día de la Santa Cruz, María se acomidió a ayudar, y mientras se introducía en la cocina de la humilde casa, se topó con un joven, el hijo menor de Agustín Palomino, de nombre Martín Palomino. Él inmediatamente quedó asombrado ante la belleza de María, sus ojos trigueños y picarescos, sobresalían de aquel terso rostro bronceado. María por su parte, no le desagradó la presencia física de Martín, sobretodo por su porte, aunque se veía que era un poco tímido.

Al momento en que pretendían entablar una conversación ambos, fueron interrumpidos por Don Vicente, quien rogaba a María se retiraran. En ningún momento los jóvenes flechados cruzaron palabra alguna pero tanto uno como el otro sabían que algo acababa de sucederles.

Cuando María llegó a casa en compañía de su padre, éste la reprendió diciéndole que procurara no avergonzarlo nunca más, ya que fue prevenido por su amigo Don José María Anguiano de que ella estaba con un “indio”, lo que lo había puesto en una situación muy indigna, interrogándola sobre: ¿qué pensarían sus amistades si la vieran platicando con esa clase de gente?...

El tiempo pasó, y José Agustín Palomino había quedado con una gran deuda, ya que los ahorros de todo el año, incluyendo un préstamo que le habían hecho dando como respaldo las escrituras de sus terrenos, los había gastado en la mencionada celebración a la Santa Cruz. No sabía a quién recurrir, ya que Don José María Anguiano, que era al único que conocía que lo podría ayudar, era justamente a él al que le debía el dinero. Entonces se acordó de Don Vicente Manzano, y fue a verlo. Comentándole lo que le había pasado, Don Vicente accedió a hacerle un nuevo préstamo para cubrir sus deudas, pero la garantía fue la misma: las escrituras de sus terrenos.

Al cabo de un año, Don Vicente pasó a ser dueño de toda la proporción de tierra denominada “Sochule”, quedándole a los Palomino la fracción más accidentada, llamada “Cuascomate”, ambos predios dentro de lo que hoy conocemos como “Las Peñas”. Lo que más atrajo a Don Vicente sobre las tierras, fue la existencia de un arroyo de aguas corrientes, y de que contaba con una gran parcela en donde se cosechaba el maíz en gran abundancia. Inmediatamente se puso a trabajar en algo que le traería bastantes ganancias, utilizando los beneficios físicos y geográficos del terreno... un molino para la elaboración de la harina de trigo.

Por todos es sabido que los españoles desconocían el maíz, y el cereal que ellos utilizaban como parte esencial de su dieta era el trigo, y puesto que la región estaba habitada por varios españoles que aún no se acostumbraban al maíz, la idea de Don Vicente era fructífera, ya que los molinos, de similares características, más cercanos a la región se localizaban en Tamazula de San Francisco.

Habían pasado cerca de dos años. El molino, recién puesto en servicio, era la sensación. Contaba con dos cubus, el mayor molía nada más dos veces al año, cuando el abundoso producto de las tierras de Don Vicente, ya cosechado y trillado, tenía que entrar al proceso harinero, y no se daban abasto con uno solo. El menor molía prácticamente todo el año, ya que además se rentaba para las cosechas de otros productores que, por supuesto, también eran españoles.

Martín trabajaba como mozo en el molino, al cual constantemente asistía María, ya que quería mucho a su padre y trataba de estar el más tiempo posible con él, además de que disfrutaba mucho del campo. María y Martín desde aquel día de la Santa Cruz en que se conocieron prácticamente se enamoraron. El atractivo que sentían ambos lo tenían que callar, ya que era imposible pensar en alguna relación, y menos contar con la autorización de Don Vicente.

Un buen día, María se decidió a hablar, haciendo algo poco convencional para la época, declararle su amor a Martín. Martín, por su lado, tartamudeando y sonrojado le hacía saber lo mismo. Su amor, desde el día en que se conocieron, no había perdido intensidad, y menos ahora que sabían que eran mutuamente correspondidos.

Pasaron los días, y con el pretexto de diario, María y Martín trataban de aprovechar el mayor tiempo juntos entre las sementeras doradas del trigo. Sin embargo, Don Vicente, como todos los padres que se preocupan por el bienestar de sus hijos, sabía lo que estaba pasando y pensaba en la vergüenza y la desdicha de verse tachados por la implacable sociedad española del pueblo, y no lo permitiría, tendría que detener aquel fuego amoroso antes de enfrentar las consecuencias que la sociedad impondría ante tal osadía. Entonces maquinó un plan, un plan que acabaría para siempre con aquel amor, que a pesar de ser tan puro, para otros no era así.

Una noche citó a Martín, ya que le comentó que algo no estaba en perfectas condiciones, que de repente de escuchaba un ruido extraño en la estructura de madera mientras se hacía la molienda. Martín acudió y Don Vicente le dijo que se introdujera al infierno del cubu más pequeño, es decir, a la parte baja del cuarto de la molienda. María acompañó a su padre, ya que éste quería que se diera cuenta de lo que iba a pasar esa noche...

Una vez adentro del infierno, Martín empezó a revisar la estructura, pero en eso un ruido extraño lo distrajo; entonces se apresuró a salir y observó que no hubiera cercas alguna banda de Gavillas, que eran muy comunes en la época, siempre al acecho de los ricos terratenientes. Mientras él salía María entró al infierno sin percatarse de su salida, ya que quería estar junto a Martín aunque fuera un momento. En eso un cúmulo de agua empezó a salir por el infierno, haciendo rodar inminentemente el rodete, quedando prensada María entre las palas del mismo. Un grito desgarrador hizo que tanto Martín como Don Vicente acudieran al sitio a ver qué había pasado.

Don Vicente llegó primero y al percatarse que su malévolo plan había traído como consecuencia la muerte de su hija, casi enloqueció, ya que se suponía que una vez que él quitara las trampas que darían el acceso al agua para que corriera e hiciera funcionar la maquinaria de madera, el que quedaría prensado entre las palas del rodete sería Martín, justificándose así el trágico accidente y, por ende, quitar de toda sospecha a Don Vicente, ya que estando como testigo María todos creerían lo que ella dijera sabiendo el gran amor que sentía por el indígena.

Martín llegó enseguida y al ver el sangriento escenario corrió, mientras de sus ojos emanaban grandes lágrimas por la pérdida de ser tan querido. De repente se detuvo y confesó a Dios que ya nada tenía que hacer en este mundo sin María. Ofreció su vida en sacrificio a cambio de que algún día volviera a encontrarse con su amada en otra época...

Don Vicente Manzano al poco tiempo, y sin recuperarse de la fatal perdida, vendió el molino. En el pueblo se hablaba de la desgracia y de lo que Martín había dicho antes de matarse. Todos esperaban que algún día María y Martín reencarnaran para sellar su amor frente al molino, ya que lo que tan puro había nacido ahí un día, no podía tener un fin tan desgarrador.


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